O Primeiro de Maio e a Defesa dos Direitos do Trabalho
O festejado Professor Espanhol da Universidade de Castilla
La Mancha (UCLM) aproveita as comemorações do 1º para criticar as propostas
neoliberais das reformas estruturais do capitalismo que vem desmantelando o
Estado Social, o primado do trabalho digno e de qualidade, pugnando contra o
retrocesso social das medidas de exclusão social, com a revogação das
conquistas civilizatórias conhecidas como o Estado do Bem Estar Social.
Leia a íntegra do artigo.
El 1º de mayo y la defensa de
los derechos del trabajo
Conviene
recordar en este 1º de Mayo que las “reformas estructurales” que van
desmantelando el Estado social tienen en el mundo del trabajo a su principal
destinatario. Y debe tenerse muy presente que estas reformas, emprendidas con
el supuesto fin de ganar competitividad y generar crecimiento, además de
desigualdad económica y precariedad laboral, están mermando la ciudadanía de
los trabajadores, devolviéndolos a la sujeción al poder privado y discrecional
de su patrono
Joaquín
Pérez Rey es Profesor Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la Universidad de Castilla-La Mancha (España).
Por
las venas de eso que hoy llamamos Derecho del trabajo transcurren más de un
siglo de primeros de mayo, fecha que inicialmente se consagró a la lucha por la
limitación de la jornada, uno de los contenidos más clásicos y relevantes de la
legislación laboral. Una legislación en la que confluyen las siempre difíciles
conquistas del movimiento obrero y también, lo que hoy parece olvidado, el
intento de las clases poderosas de evitar lo que los clásicos de la reforma
social en España denominaron "lo violento de las revoluciones".
Con
esta ambivalencia congénita, el más contemporáneo de los instrumentos jurídicos
y quizá la muestra de legislación social más avanzada y desarrollada se empeñó
en apartar, aunque sólo fuera un poco, el mundo del trabajo del mercado y en
abrir espacios de ciudadanía allí donde no había más que la nuda arrogancia del
propietario, del jefe de empresa. La OIT pretendió sintetizarlo en el lema que
aún hoy adorna una de sus declaraciones más decisivas y que forma parte de su
constitución, la de Filadelfia de 1944: el trabajo no es una mercancía.
Pero
quedar parcialmente al margen del mercado no es tarea fácil en un mundo donde
el capitalismo ha logrado imponer sus reglas y no se siente ya amenazado. El
acoso al Derecho del trabajo viene de antiguo y pretende legitimarse sobre todo
en una premisa no demostrada e incluso negada por la tozuda realidad: la
creación de empleo exige acabar con los derechos de los trabajadores. Este
discurso, de granítica persistencia, ha sometido a la legislación laboral a un
chantaje permanente, manifestado en un torrente incesante de reformas que
primero se dijeron meramente provisionales y ahora, cuando ya no parece
necesario guardar las apariencias, se llaman a sí mismas estructurales. La crisis
y la política antisocial que la acompaña han incrementado hasta límites
inasumibles el ritmo de los cambios. Un informe de la Fundación Primero de mayo
contabiliza en 34 las reformas laborales llevadas a cabo desde febrero de 2012
hasta febrero de este año e incluso desde entonces el BOE no ha parado de
escupir nuevas alteraciones.
Reformas
por lo general hurtadas al debate parlamentario, ajenas a cualquier fórmula de
diálogo social y amparadas en la excepcionalidad del Decreto-Ley. Impuestas
desde instrumentos dudosamente democráticos como las recomendaciones que surgen
de la burocracia europea, los memorándums de "entendimiento" en los
países formalmente rescatados o, para no entretenerse en sutilezas, desde
cartas "estrictamente confidenciales" que conminan a los países a
reformar el mercado de trabajo en clave neoliberal y que más tarde, fieles a la
lógica de la mercantilización, han servido para adornar las memorias de algún expresidente. Mecanismos espurios de
toma de decisiones que, en nuestro país y por lo que al Decreto-Ley se refiere,
han sido avalados por la mayoría del Tribunal Constitucional que envuelta en un
lamentable autoritarismo interpretativo ha considerado, ni más ni menos, que
notoriamente infundados los argumentos discrepantes de un juez, a pesar de que
venían avalados por una parte importante de la doctrina laboralista.
Pero
desde luego que no sólo son las formas las que abochornan. Todo este aluvión
reformador ha alterado de forma tan significativa el Derecho del trabajo que,
prescindiendo de su función equilibradora, lo ha puesto al servicio de la
empresa, como un instrumento más de expresión del poder privado, en lugar de
una forma de contenerlo. Olvidándose de los trabajadores y sus derechos, la
legislación laboral se ha transformado en una fórmula para degradar las
condiciones de empleo: bajar salarios, dejar sin efecto los convenios
colectivos, distribuir la jornada al antojo del empresario, generar mecanismos
de trabajo a llamada (job on call), imposibilitar la conciliación de la
vida laboral con la privada, despedir rápido y barato o incluso gratis y sin
argumento alguno. Hacer en definitiva de la precariedad la única forma posible
de habitar el mercado de trabajo. Y si ni así se logra franquear la ciudadela
del trabajo asalariado, la ocurrencia de la política de empleo no es otra que
la del emprendimiento, lo que para la mayoría no pasa de ser una especie de
castigo autoimpuesto, aunque, eso sí, cargado de retórica aventurera y envuelto
con el papel reluciente del self-made man. A veces no es más que una
burlona forma de nombrar al falso autónomo o de insistir en la ineficacia de
los derechos de los trabajadores de las pequeñas empresas, que se hacen más
vulnerables frente a los privilegios que la ley concede a sus
empresarios-emprendedores.
La
legislación laboral es así una de las víctimas más prominentes de la crisis,
invadida y colonizada por el pensamiento económico neoliberal, que ha
mercantilizado el trabajo hasta tal extremo que permite hacer con él piruetas
difíciles de comprender incluso desde la ortodoxia de otros contratos distintos
al laboral. Cobrarse una pieza tan codiciada exige zarandear al representante
más conspicuo de la fuerza de trabajo: el sindicato y tensar, en ocasiones
hasta romper, la lectura de las constituciones y de los tratados
internacionales. Buena parte de los sindicatos europeos han emprendido una
hábil batalla jurídica que paulatinamente ha ido dando sus frutos en forma de
declaraciones de inconstitucionalidad, reproches de la OIT o condenas del
Comité de Derechos Sociales de la Carta Social Europea. Estamos
pendientes además de que el Tribunal de Justicia de la UE nos aclare si
este desmantelamiento de la protección laboral en el sur de Europa es
compatible con la rimbombante Carta europea de los Derechos Fundamentales y su
garantía del derecho a trabajar en condiciones que respeten la salud, la
seguridad y la dignidad ( Asunto C-264/12). O si en cambio el
derecho al trabajo de algunos europeos es como aquel que, según Walter
Benjamin, reclamaban las industrias y la fundiciones del siglo XIX para seguir
succionando trabajo vivo durante la noche: el derecho al trabajo nocturno de la
fuerza de trabajo. Es la hora de comprobar si los derechos laborales
reconocidos al más alto nivel son algo más que fuegos de artificio o
ensoñaciones. También la de corroborar si la hasta hace poco buena hoja de
servicios del Tribunal Constitucional en esta materia no empieza a poblarse de
borrones.
Pero
más allá de la batalla jurídica y de las características concretas de los
cambios normativos, el asalto descarnado a los ya de por sí frágiles
equilibrios laborales tiene un efecto global mucho más pernicioso que impide
siquiera vislumbrar una recuperación del empleo. Aunque en las condiciones
actuales parece poco probable que el paro se reduzca con intensidad, lo cierto
es que los nuevos puestos de trabajo, si así cabe llamarlos, no serán otra cosa
que tristes sombras de un empleo. Privados de estabilidad y gobernados
autoritariamente por el empresario impedirán cualquier rastro de ciudadanía en
su interior y quizá no logren tampoco su función primigenia: garantizar el
sustento del trabajador y de las personas a su cargo. Una recuperación que en
el mejor de los casos será de cartón piedra.
Sin
embargo no es admisible entender que las reformas que han asolado la
legislación laboral constituyan una necesidad. Antes bien, lo necesario e
inaplazable es revertir estos atropellos, negar la modernización decimonónica y
garantizar la ciudadanía a los trabajadores dentro y fuera de sus empleos. No
hay otro camino para salir de la crisis. La historia del Primero de mayo nos
enseña que los dogmas, como aquél que consideraba un atentado a la libertad
limitar la jornada, se derrumban, y que no hay razón para resignarse a ver en
el trabajo un espacio de sufrimiento y mera supervivencia como quieren los
mercaderes que atenazan a Europa. Quizá hoy las avenidas y las plazas del
continente les recuerden aquellas palabras que Augusto Spies, uno de los
mártires de Chicago a los que el Primero de mayo está indisolublemente unido,
dirigió al tribunal que lo condenó a muerte: ¡Mi defensa es vuestra acusación!
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