San Quintín: esclavos del siglo XXI – 249 pesos por 7 días de trabajo en
los campos
249 pesos por 7 días de trabajo en
los campos
Jornaleros
de San Quintín:
esclavos
del siglo XXI
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Un periodista guerrerense viajó a San Quintín para trabajar una semana en
los surcos de la empresa Los Pinos. Siete días le bastaron para comprobar en
carne propia lo que se ha estado diciendo durante el último año: en los campos
de Baja California, la explotación de hombres, mujeres y niños no pasa la
prueba del tiempo.
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San Quintín, Baja California.- A las cuatro de la madrugada en El Vergel
todo está oscuro y hace frío. Formados en dos filas, hombres y mujeres
enfundados en chamarras esperan su turno para entrar a los baños que, a la
distancia, huelen a heces. Otros se mojan la cara en los lavaderos para
ahuyentar el sueño. Todos se alistan para preparar el almuerzo y la comida que
llevarán al corte de pepinos y jitomates.
A la plazoleta, que se encuentra a unos metros de la entrada principal,
llegan unos 50 camiones amarillos, destartalados, con los asientos rotos y
empolvados. Los conductores dejan el motor encendido mientras esperan que
mujeres, hombres y adolescentes aborden para llevarlos a la jornada en el
campo.
Antes de cruzar la entrada principal, los vigilantes revisan a todos. Cuidan
que no se les cuele un intruso o alguien lleve propaganda en contra de la
empresa Los Pinos: Productora Industrial del Noroeste,
propiedad de los
hermanos Luis, Benjamín y Antonio Rodríguez, a quienes el presidente Enrique
Peña Nieto reconoció en noviembre de 2013 con el Premio Nacional a la
Exportación por sus productos de San Quintín, Baja California.
Otros presidentes también han pasado por el rancho Los Pinos. En agosto de
1999, el priista Ernesto Zedillo inauguró una empacadora de hortalizas y un
conjunto de cuartos para trabajadores denominado Las Cuarterías El Vergel. En
marzo de 2009, durante una visita a Baja California, el panista Felipe Calderón
aterrizó en la aeropista de este rancho para asistir a una fiesta de los
hermanos Rodríguez.
Huellas de identidad
Es mi primer día en El Vergel. El encargado general de las cuarterías,
Santiago Silveira, me pidió encontrarlo a las cinco de la mañana para llevarme
con el mayordomo general, Fernando Gutiérrez, quien aprueba el ingreso de
nuevos jornaleros.
Sentado detrás de su escritorio, me pregunta si traigo las copias de mi acta
de nacimiento, CURP y credencial de elector.
No hay ningún contrato que
firmar. Bastan dos preguntas para comenzar a trabajar: “¿Hablas alguna lengua
indígena? ¿De dónde vienes?”.
Ser indígena de la Costa Chica de Guerrero es suficiente. También
es
mejor no saber leer ni escribir.
Gutiérrez ordena a su acompañante hacer una ficha laboral con el nombre y la
edad del trabajador, y el nombre del mayordomo o capataz de cuadrilla. En mi
caso, José Reyes.
Mientras espero, llegan camiones con hombres bajitos, casi todos
adolescentes, y mujeres embarazadas que recogen herramientas de trabajo. Un
mayordomo me da un bote de 20 litros y dice que mi capataz me entregará las
tijeras para cortar pepinos. Al llegar al campo, veo a un hombre de bigote,
flaco, con pantalón ancho y lentes oscuros que lo hacen parecer un cholito. Es
Reyes.
Bajo la malla sombra, nadie habla. Hombres y mujeres almuerzan rápido porque
en 10 minutos comenzarán su jornada. Reyes rocía desinfectante en las manos de
cada trabajador y comienza a asignar surcos. “¡Que venga el nuevo para
enseñarle!”, grita a la fila. Avanzo unos pasos para escuchar las
recomendaciones y recibir las tijeras. “Son tuyas. Si las pierdes son 200
pesos”, amenaza.
Minutos después, todos desaparecen. Hay que comenzar a llenar botes con
pepinos y jitomates para ganar dinero.
Todas las fotografías: Kau Sirenio Pioquinto
Las leyes del surco
A las ocho de la mañana el revisador Carlos Pacheco pasa lista. “Oye, nuevo,
conmigo vas pasar lista todos los días. Tu número es 27, y con ése te vas a
registrar con la apuntadora cada vez que vacíes tu bote”, explica.
En los surcos de Los Pinos, cada trabajador debe gritar su nombre y número
de identidad antes de vaciar un bote de pepino a la tara. Tiene que gritarlo
fuerte y claro para que la apuntadora lo registre y no corra el riesgo de
perder la paga. Cuando descubro esta regla no escrita, ya he perdido más de 20
botes de pepinos.
Todos corren para cortar más. La prisa los hace empujarse y sacar a codazos
a quienes están formados.
Los jornaleros, en promedio, vacían un bote
cada tres minutos y ganan 20 pesos por cortar 200 kilos de pepinos. Un
supermercado, en cambio, gana 330 pesos por vender 30 kilos de pepino.
Hasta marzo de 2015, cuando los jornaleros de San Quintín organizaron una
inédita protesta en defensa de sus derechos, ganaban 70 pesos por una jornada
en la que cubrían cinco surcos y llenaban 45 botes de pepinos y 35 de jitomate.
Con el aumento salarial de 15 por ciento, que se firmó el 3 de abril de 2015,
aumentaron también las tareas: ahora hay que abarcar seis surcos y llenar 60
botes de pepinos y 50 de jitomates.
Alejandro, un muchacho de 1.70 metros de estatura, delgado, de tez blanca,
corre como venado entre los surcos mientras platica en náhuatl con sus
compañeros. Él y otro joven vienen del municipio de Xalpatlahuac, en la Montaña
de Guerrero, aunque su origen es me’phaa (tlapaneco), del municipio de
Iliatenco. Javier, Salvador y Margarita son de Zitlala, en la Montaña baja;
Alejandro y Alberto vienen de las comunidades de Ahuixtla y Pochahuixco, en
Chilapa. Otros viajaron de Colotlipa, Quechultenango, en la región central de
Guerrero.
Al otro lado del camellón trabajan los mixtecos o na savi, de la comunidad
de Joya Real, municipio de Cochoapa el Grande, el más pobre del país. Entre
ellos hay dos mujeres embarazadas y tres muchachos de unos 14 años. Los na savi
de la Montaña se distinguen por su lengua. Todo el día hablan en su idioma,
aunque los demás los vean con desprecio. A su conversación agregan de vez en
cuando las letras de las canciones más conocidas en Metlatonoc, que son del
grupo Kimi Tuvi (Lucero de la Mañana).
Promesas para enganchar
“Oye, apúrate, no te detengas, no seas lento”, regaña un mayordomo a
los jornaleros que se detienen para respirar. En la plataforma, José
Reyes enfurece con un cortador al que le encuentra un pepino tierno. “Ya les
dije que no corten pepino tierno, ¿no entienden? Apuntadora, descuéntale dos
botes a este chavo, que te diga su número”.
Al mediodía, regresamos a la malla sombra adaptada como comedor y
descubro
que mi mochila fue revisada en mi ausencia. Después me contarán que es una
práctica común.
Un caldo de res encebado y frijoles fríos son la comida de los jornaleros
que huyeron de la Montaña de Guerrero para no morir de hambre. Los jóvenes de
Joya Real mastican sus tortillas de harina seca con nostalgia. Su madre me
cuenta que su enganchador, un indígena náhuatl de nombre Manuel Solano, les
prometió que al llegar a Los Pinos los proveerían de vivienda, estufa, cama y
un buen salario. Ahora tiene una deuda con la empresa que le urge cubrir para
regresar a Cochoapa el Grande.
Icela López, una mujer menudita que migró con sus tíos de Oaxaca a San
Quintín, hace 25 años, conoce bien las promesas de los enganchadores.
“Cuando van por los paisanos les ofrecen todo, y como allá no hay nada, la
gente se cree el cuento de que acá les irá bien, pero no es así. Al
llegar a los ranchos nos cobran hasta las tortas y el agua que nos dan en el
camino, además del transporte”.
Tenía 11 años cuando llegó al campamento Las Pulgas, el antecedente de El
Vergel, y ahora vive en la colonia Santa María Los Pinos. “Cuando llegamos, nos
dijeron que debíamos el pasaje y teníamos que pagar el tanque de gas y la
estufa, aparte de las despensas.
Nos descontaron de nuestro salario durante
seis meses. Varios nos dimos cuenta, pero nadie quiso decir nada
porque si lo hacíamos, teníamos que salir huyendo”.
Mujeres
acosadas
La mañana en que llegué al surco, José Reyes cortejaba a una chica que,
apurada, llenaba su bote de pepinos. En este lugar, las mujeres lidian con el
acoso sexual de compañeros, mayordomos de cuadrillas, choferes, revisadores y
el mayordomo general.
A las que se niegan a aceptar “ayuda” las acusan
de no trabajar, les aumentan las tareas o las cambian a otra área con jornadas
más pesadas.
En las cuarterías sufren el acoso de camperos, vigilantes o encargados de
campamento, y
muchas veces se ven obligadas a aceptar que los
mayordomos abusen de ellas para conservar su lugar. No denuncian
porque es su palabra contra la de ellos. El peor, acusan las mujeres, es el
mayordomo general, quien las despide y expulsa si se atreven a rechazarlo.
“Cuando un mayordomo empieza a ayudar a una trabajadora y ésta lo
rechaza, firma su sentencia porque la tratará peor que a un animal, hasta
cansarla y obligarla a irse. Si anda con su esposo o novio, los dos
serán maltratados”, asegura Lucila Hernández, una de las jornaleras que ha
encabezado la lucha por la defensa de sus derechos.
Margarita, otra jornalera, cuenta que en los surcos las mujeres sufren
peores vejaciones. “No tanto de nuestros compañeros jornaleros, que en mucho
nos defienden. Pero cuando esto sucede, nos corren a los dos”.
Todos nos vigilan
A las cinco de la tarde, el mayordomo anuncia el fin de la jornada. Unos
cojean, otros apenas se sostienen en pie.
A la salida del campo uno —que alberga unos ocho sectores con 120 mallas
sombra que cubren una o dos hectáreas de extensión— hay una caseta de
vigilancia con personal de seguridad privada. Allí bajan a todos los jornaleros
del camión para inspeccionar sus mochilas, sin que estén presentes. Nadie debe
llevar pepinos o jitomates. Quien lo haga será expulsado del campamento y
despedido sin liquidación.
En la cuartería, que es como una unidad habitacional con casas alargadas
divididas en 20 cuartos de tres por tres metros, cada casa lleva el nombre de
una fruta o verdura: Cebolla, Pepino, Tomate, Sandía, Melón, Zanahoria, Fresa…
La población también está divida. En el lado norte, que colinda con la
colonia Santa María Los Pinos, están las viviendas de los empacadores, que
entre otros privilegios gozan de energía eléctrica en la noche. En el lado sur
están las casas de los jornaleros y vigilantes, donde
cortan la luz a a
las 10 de la noche y la conectan de nuevo a las cuatro de la mañana.
Santiago Silveira es el encargado general de las cuarterías y Jesús Silveira
es el jefe de vigilantes. Bajo sus órdenes están los camperos, que informan a
sus superiores de todo lo que sucede en aquellos cuartos asfixiantes y
vigilan
que nadie se quede en casa durante el día, a menos que pueda comprobar
enfermedad con una receta médica.
Los camperos tienen llaves de los cuartos y pueden entran a revisar las
pertenencias de los jornaleros cuando éstos se van al campo.
Si les
encuentran libros, cuadernos de notas, propaganda política o sospechan de algún
indicio de inconformidad, pueden ser expulsados de la casa.
El rumor de los colgados
En El Vergel
hay cinco baños, con un bote de agua cada uno, para 40
personas. Están separados por un muro de un metro de altura y las
puertas son de cartón reciclado.
Los espacios adaptados como “regaderas” son cuartitos divididos con
plásticos y unos tambos con agua salada. Hay que soportar a pura piel el frío
que va de los cinco a los 10 grados.
Mi compañero de cuarto no para en recomendaciones. “Anda con mucho cuidado
porque aquí aparecían muertos. Antes, cuando apenas llegué, supe de varios,
pero nadie sabe a dónde se los llevaron. Era muy común encontrar colgados en
los cuartos”.
No es el único que me cuenta la historia de los colgados.
Un
oaxaqueño con quien compartí cuarto en la casa Sandía, jura que han
desaparecido personas que provocan “inestabilidad”. “No toleran a los
revoltosos; los desaparecen o los cuelgan en el campamento”, insiste. Otro
jornalero afirma, incluso, que vio colgado a un hombre que había querido
demandar mejores salarios, en 1987, antes de que el presidente Ernesto Zedillo
inaugurara El Vergel, en el lugar que ocupaba el campamento Las Pulgas.
Como sea, pocos se animan a comprobarlo. En esta jornada nos tocó repizca
porque dos días antes ya habían cortado aquí. Los jornaleros están molestos
porque no lograrán sus 250 botes.
La seguridad en el surco se reforzó desde temprano. Llegaron todos: el
enganchador Manuel Solano, los choferes de tractores Balbino Martínez y Tobías
Ramírez; los revisadores Herminio Pacheco y Carlos Pacheco, y Fernando
Gutiérrez. Revisan que no haya pepino tierno en las cubetas y que todas lleguen
“copeteadas”.
Las
tiendas de raya
Chuy despertó temprano para cocinar su lonche: 10 tacos de tortillas de
harina y huevo con frijol. Mientras acomoda su almuerzo, habla de la siembra.
“Los pepinos se siembran bajo malla sombra para lograr la mayor calidad
posible. No sientes el calor porque las mallas tienen poros, pero
con
el jitomate es distinto: te puedes asfixiar porque cubren los invernaderos con
hule y no entra aire”.
Este día nos toca el sector 11, conocido como Las Flores, donde nos asignan
el corte de jitomate. Aquí el trabajador cumple su jornada con 50 botes.
Después de esa cantidad, cada bote extra de 20 kilos se paga a peso. En El
Vergel, el kilo de jitomate se vende a 20 pesos y cada cinco minutos se llena
un bote.
Al mediodía los jornaleros dejan sus botes para comer. En el comedor
despacha Francisca Arce, esposa de Santiago Silveira, quien sirve en un solo
plato todo el menú: huevo cocido, frijoles, salsa y cinco tortillas por 60
pesos. El bote de agua cuesta 10 pesos.
Alejandro cuenta que Francisca Arce le vende almuerzo y comida por 370 pesos
a la semana. Los hombres solteros no tienen derecho a usar las estufas. Por
eso, cuando llegan a las cuarterías, Santiago Silveira les ofrece, fiados,
comida, refrescos, galletas, cigarros, frutas y verduras.
Así adquieren
la deuda más grande de su vida, a la que abonan cada semana, apenas cobran.
Lo mismo pasa con las tiendas. Hace unos días, en la tienda Dani, que está
en Santa María Los Pinos, una mujer indígena le preguntó al cajero si podía
pagar con cheque. El hombre le dijo que sí y de la caja sacó un puñado de
cartones. Le preguntó su nombre, revisó, hizo su cuenta y le dijo: “Debes mil
pesos”.
La mujer, llamada María, sacó de su bolso su cheque y trató de leer la
cantidad.
—¿Cuánto es? —preguntó.
—Novecientos pesos —respondió desesperado el muchacho— pero le falta para
completar los mil.
La mujer sacó de su morral un billete de 100 pesos para finiquitar su deuda
de esa semana.
Las tiendas Heidi 1 y 2 son propiedad del cuñado de Jesús Silveira, jefe de
vigilantes de Los Pinos, quien autoriza su salida de El Vergel para que los
jornaleros compren allí. En esas tiendas un kilo de plátano cuesta 20 pesos, 18
el de jitomate y cinco una pieza de huevo.
En cada tienda hay una lista
de deudores escrita en un pedazo de cartón.
Fumigados
Entramos al invernadero a la una de la tarde. El calor era sofocante, pero
del lado sur de Ensenada sopló un viento frío y el invernadero se llenó de una
especie de neblina; empezó a caer una brisa que, en vez de refrescar, desató un
calor desesperante.
“Quiten eso porque nos ahogamos”, gritaron unas mujeres. Nadie hizo caso.
La brisa duró cinco minutos, pero después todo fue más lento y difícil. Por
la humedad, los jitomates se resbalaban de las manos. A los 15 minutos, volvió
la brisa, más intensa. Las ramas comenzaron a gotear. Las manos y la cara nos
ardían. Nos cubrimos con un paliacate o con el gorro de la sudadera. El líquido
nos empapó y tuvimos que guarecernos en una esquina del invernadero. Nos rascamos
los brazos y limpiamos nuestros ojos llorosos.
Una hora después, dos hombres con mascarillas entraron al invernadero. Cada
uno llevaba un aspersor y una varilla de 80 centímetros.
Comenzaron a
fumigar. Nadie nos dijo qué hacer. Los mayordomos gritaban que agilizáramos el
corte, pero nadie podía trabajar.
A las cinco de la tarde salimos del invernadero y nos fuimos a la cuartería.
Al llegar, intenté dormir, pero no pude.
La comezón en el cuerpo era
insoportable.
—Los fumigaron, ¿verdad? —me preguntó Javier, uno de mis compañeros, a quien
había conocido el día anterior. Vino de la mixteca oaxaqueña hace 12 años y
aquí conoció a su esposa, en el campamento Las Pulgas. Él es mayordomo, su
esposa es apuntadora y tienen cuatro niños. Me invitó a su casa, un cuartito
que divide la cocina de las camas. De un lado hay un frigobar, una mesita para
picar ingredientes y una estufa de dos quemadores; del otro, la litera donde
duermen los niños y de donde cuelgan unos costales que fueron adaptados como
clóset, una cajonera y una cama donde duermen él y su esposa.
—Sí —respondí.
No supe cuántos botes de jitomate corté ese día.
La última jornada
Chuy, mi compañero de cuarto, me advierte: “Si te pagan, no se te ocurra ir
a tomar a La Cárdenas. Es muy peligroso los fines de semana. Si lo haces, avisa
donde estás para saber que andas bien”.
Es mi último día en los surcos. Espero en la plazoleta de El Vergel el
camión para ir al campo de Las Flores. La plazoleta está atrás de una cancha
profesional de béisbol que fue construida con recursos federales cuando Antonio
Rodríguez fue diputado local por el PAN y luego secretario de Fomento Agrario
del estado.
Es sábado. En tres horas acabamos con el corte y nos mandan a desbrozar
jitomates. Media hora después llega la paga. El claxon de la camioneta alerta a
los compañeros. Una mujer delgada baja del vehículo con la nómina en la mano.
Se llama Érika y va llamando a cada uno por su nombre, mientras Reyes ayuda con
el cojín para humedecer el dedo con tinta y marcar la huella. Los jornaleros
reciben su cheque. Unos ven su paga con ojos relucientes y otros pierden la
sonrisa.
Cuando la contadora anuncia el nombre de un jornalero y éste no
responde, lo repite sólo una vez. Si nadie se acerca, regresa el cheque a la
oficina. Para cobrarlo, el trabajador tendrá que esperar hasta el
lunes, lo que significa perder un día de trabajo,
y si no sabe explicar
la causa por la cual no cobró en los surcos, no le pagan.
Pido permiso para enviar mi sueldo a Guerrero. Tengo sólo 249 pesos. En el
desglose, el rancho Los Pinos explica que por una jornada de 10 horas gané
70.10 pesos, más 11.68 pesos del séptimo día y 3.36 pesos de aguinaldo que
suman 85.14 pesos.
Luego están las deducciones: 5.43 pesos por Impuesto Sobre el Producto de
Trabajo y 2.79 pesos por cotizar en el IMSS.
Pero es lo de menos.
Aquí nadie sabe que tiene seguro social y
nadie, tampoco, tiene un contrato laboral.
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* Kau Sirenio Pioquinto. Periodista ñuu
savi originario de la Costa Chica de Guerrero.
Fue reportero del periódico El Sur de Acapulco y La Jornada
Guerrero, locutor del
programa bilingüe Tatyi Savi (Voz de la lluvia) en Radio y
Televisión de Guerrero y
Radio Universidad Autónoma de Guerrero XEUAG en lengua tu’un savi.
Actualmente es reportero del semanario Trinchera.